A la hora de enseñar literatura, existen dos opciones: entenderla como un acto o como un monumento. Como algo cercano o como algo distante. Como un código que da acceso a la realidad o como un código indescifrable. Más allá de cualquier retórica, la literatura que se aprende y se ha aprendido en la escuela y en el instituto ha atendido más a la jerarquía artística que a la lógica de la pedagogía. Es decir, lo primero antes que nada, los clásicos; luego, todo lo demás. Pero curiosamente la virtud de los clásicos nada más es apreciable mediante la experiencia y la madurez lectoras, y no desde el candor infantil o adolescente. Además, la imposición del gusto sólo puede generar percepciones erróneas de lo que es la literatura.
¿Quijote? ¿Shakespeare? ¿Homero? ¿A alguien se le ocurre empezar a enseñar matemáticas con ecuaciones de tercer grado? ¿Algún profesor de ciencias sociales inicia a los escolares en la Historia a través de las causas que llevaron a la II Guerra Mundial? ¿Se aprenden las ciencias de la naturaleza a partir de la física y de la química, así a pelo? ¿Por qué, entonces, Quijote y Garcilaso para empezar, y Galdós, Clarín y Unamuno para seguir?
La literatura es, antes que monumento, acto, con lo que invirtiendo los pasos les estamos escamoteando a los alumnos el eje de su sentido.
¿Por qué y para qué se escribe? ¿Sobre qué se escribe hoy? ¿Quién escribe hoy? ¿La literatura es sólo sobre personajes, o habla también de las personas? Preguntas tan básicas deberían orientar un poco más las programaciones, que siempre proscriben la parte final de los libros de lengua y literatura para los alumnos más curiosos, ya en junio o julio.
¿Monumento o acto? Dependiendo de la respuesta, los alumnos aprenderán a ser simples testigos o copartícipes de la misma.
«El significado de una palabra es la forma en que se comporta» (Terry Eagleton)
15 oct 2012
9 oct 2012
Poema: «Elegía por un desempleado»
El mayor espectáculo del mundo
eres tú,
con la mirada ausente y
desdibujada en una imagen inmóvil.
Tú, fermentando en un sofá;
tú, cayendo mientras caminas en
un laberinto de pasos iguales;
tú, con tu desoladora
cotidianeidad,
atado a una circunstancia sin
rostro o nombre auténtico.
Hueles cada día el sexo
impersonal y ácido de la derrota,
te eternizas en un eco, en una
réplica sonora de tu decadencia.
No hay lágrimas, no hay gritos, sólo
un vacío dilatado, invisible,
que te abraza compasivamente mientras
te traga,
mientras te cancela como un
vulgar contrato.
¿Es que no viste la cláusula, no
viste
toda esa letra pequeña, el cáncer
de tu irrelevancia?
No te inquietes: tu melodrama sólo
es un problema administrativo
y tus emociones, pura estadística
conceptual.
Ahora tiéndete a ti mismo una
mano y rescátate, traza una mueca
sonriente, participa de la
felicidad de tu inmenso Ocio,
mientras una negación paulatina y
suave te elimina de la foto
y lo que queda de ti, tu
fantasma, empiezas a ser tú.
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